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viernes, 29 de agosto de 2014

Frankenstein y la educación

"Frankenstein se ha convertido en un mito: «una historia que recomienza infinitamente, en la que algunos actores (el monstruo, el sabio maléfico, la dulce novia) y ciertas escenas (la muerte del niño) se han convertido en elementos obligados; una historia, por último, sin origen y sin contexto[...]; unahistoria sin historia, en suma, libre de cualquier anclaje en cualquier coyuntura histórica» (Lecercle,1994,p.7).

Frankenstein es, en realidad, el mito más significativo del que es, fuera de duda, el interrogante fundamental del pedagogo que se replantea una y otra vez la pregunta punzante del niño que se interroga sobre sus orígenes: «Pero, ¿cómo se hacen los niños?»

Sé muy bien que he puesto: «se hacen», con todo el peso, terriblemente ambiguo, del verbo «hacer». Frankenstein «hace» un hombre, es decir, lo «fabrica». Y su acto le aterra tanto que cae en postración y abandona a su suerte al ser innominado. Un ser que no es, ni mucho menos, básicamente malo; un ser que se aproxima, en sus reacciones iniciales, a ese «estado de naturaleza» que Rousseau describía; un ser que se educará un poco al modo de Emilio...y que caerá en la violencia cuando al abandono de su creador se sume la estupidez de los hombres. Frankenstein es, pues, el hombre encarado a la llegada de «otro», de una de esas criaturas que, dice Daniel Hameline, empezamos por «sostener» antes de tener que «cargar con ellas». «Cargar con ellas» sin saber muy bien qué ha hecho uno y qué puede hacerse con la criatura; deseando conseguir que «prospere» lo mejor posible, pero comprendiendo que ese prosperar impondría, sin duda, restricciones contradictorias con su libertad; unas restricciones que, por lo demás, solemos ser incapaces de imponerle. Hemos «hecho» un niño y queremos «hacer de él un hombre libre»

...¡como si eso fuese fácil! Porque, si se le «hace», no será libre, o al menos no lo será de veras; y, si es libre, escapará inevitablemente a la voluntad y a las veleidades de fabricación de su educador. Veamos: ¿por qué el acto del doctor Frankenstein habría de parecernos un verdadero sacrilegio, si no fuese que afecta lo sagrado, es decir, aquello que, en nuestro imaginario, constituye uno de esos interrogantes tan potentes que no se puede intentar darles respuesta sin que se tambaleen nuestras construcciones conceptuales ordinarias? «Fabricar» un hombre, si pensamos en ello, es ya tremendo como formulación. Pero«hacer un cuerpo con trozos de carne», eso ya resulta insoportable. Vulnera la constitución misma de nuestra humanidad originaria, vulnera aquello que hace que no tengamos derecho a alienar nuestro propio cuerpo ni a desenterrar un cadáver en un cementerio de Carpentras, de Toulon o de donde sea. «Fabricar un hombre» es una tarea insensata, lo sabemos muy bien. Y, sin embargo, es también una tarea cotidiana, la de cada vez que nos proponemos «construir un sujeto sumando conocimientos» o «hacer un alumno apilando saberes». «Fabricar un hombre» es una cosa rara que nos inquieta lo suficiente para que la novela de Mary Shelley tenga el éxito que tiene. Es algo que nos toca tan de cerca, algo tan íntimo, que su evocación nos estremece. Porque sabemos perfectamente que participamos en ese proyecto que, sin embargo, nos da miedo....Y es eso lo que nos desvela el mito de Frankenstein:  nos enfrenta a lo que podríamos considerar el «núcleo duro» de la aventura educativa; a lo que está en el corazón de una historia que cada uno de nosotros ha de rehacer por cuenta propia, sin que la experiencia ajena nos sea, en último término, de gran utilidad. Tiene que ver con una realidad que está más acá de todo lo que configura, en un momento dado y en una sociedad dada, las condiciones particulares del acto educativo: el entor-no familiar y su estructura, el peso y las funciones de una institución formativa como es la institución escolar, los proble-mas de los métodos pedagógicos y las cuestiones ideológicas en torno a las cuales se organiza el debate mediático sobre la educación. No es que estudiar esas condiciones particulares del acto educativo no tenga interés, ni mucho menos. Es espe-cialmente importante comprender, por ejemplo, cómo el acceso a los estudios de cientos de miles de jóvenes que antes que-daban excluidos de ellos modifica en profundidad el oficio de enseñante. Es esencial analizar bien las evoluciones de la estructura familiar y observar en qué medida tenemos ahí un dato básico que nos obliga a pensar de otro modo el acceso a la palabra en nuestras sociedades. Es decisivo informarse de las condiciones psicológicas que favorecen tal o cual aprendizaje, con objeto de construir dispositivos didácticos adaptados. Pero aunque todo eso nos fuese ya conocido, aunque hubiéramos tomado la medida de todas esas evoluciones y adquirido todos los conocimientos psicológicos y sociológicos necesarios, se-guiría habiendo «algo» que entra siempre en juego cada vez que un adulto se encuentra en la coyuntura de educar; «algo» que nos es desvelado, precisamente, por el mito por cuanto que «constituye el modelo mismo de la mediación de lo Eterno en lo temporal» (Durand, 1984, p. 129). Nos encontramos, pues, con que, sea cual sea mi nivel de información científica, y sean cuales sean las formas precisas de las situaciones educativas en que estoy inmerso y su aparen-te facilidad o su dificultad real, sea cual sea el «oficio» de educador que me esté asignado, tanto si soy enseñante como si soy formador de adultos, animador sociocultural, tutor, padre, vigilante, responsable de recién nacidos, de ancianos, de minusválidos o de superdotados, siempre, con independencia de las circunstancias, he de enfrentarme a la misma realidad irreductible: el cara a cara con «otro» a quien debo transmitir lo que yo considero necesario para su supervivencia o para su desarrollo y que se resiste al poder que quiero ejercer sobre él (Meirieu, 1995); el cara a cara con «alguien» que está, respecto a mí, en una relación primordial de dependencia inevitable; alguien «que me lo debe todo» y de quien quiero hacer «algo» pero cuya libertad escapa siempre a mi voluntad. Y es que todos, en mayor o menor medida, queremos «hacer algo de alguien» después de haber «hecho alguien de algo». Pero, lo mismo que el doctor Frankenstein, no siempre entendemos demasiado cómo es que el «algo» y el «alguien» no son exac-amente lo mismo, e ignoramos muy a menudo que esa confusión nos condena, pese a toda la buena voluntad que queramos desplegar, al fracaso, al conflicto, al sufrimiento e incluso, a veces, a la desgracia. Por eso intentaremos comprender la extraña historia del doctor Frankenstein y su criatura. Por eso les seguiremos los pasos en busca de identificar, en esa historia, qué es constitu-tivo de la empresa educativa. Por eso, también, contemplare-mos, en la historia de las ideas pedagógicas, qué nos proponen los pedagogos para que el cara a cara no degenere en una pe-sadilla. ¿Es posible abandonar toda veleidad de «hacer» al otro, y, si es que sí, no se cae entonces en la impotencia o en el fatalismo? Dicho de otro modo: ¿se puede ser educador sin ser un Frankenstein? Como se verá, esta pregunta no es ingenua más que en apariencia, y el médico ginebrino vaga todavía , muy a menudo, por ensueños pedagógicos de todo orden y en no pocas instituciones educativas, en Ginebra y en otras partes.


Frankestein Educador, Francoise Meirieu. Laertes S.A. ediciones, Barcelona, 1998.

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