"Frankenstein se ha convertido en
un mito: «una historia que recomienza
infinitamente, en la que algunos actores (el monstruo, el sabio maléfico, la
dulce novia) y ciertas escenas (la muerte del niño) se han convertido en elementos
obligados; una historia, por último, sin origen y sin contexto[...]; unahistoria
sin historia, en suma, libre de cualquier anclaje en cualquier coyuntura
histórica» (Lecercle,1994,p.7).
Frankenstein es, en realidad, el
mito más significativo del que es, fuera de duda, el interrogante fundamental
del pedagogo que se replantea una y otra vez la pregunta punzante del niño que
se interroga sobre sus orígenes: «Pero, ¿cómo se hacen los niños?»
Sé muy bien que he puesto: «se
hacen», con todo el peso, terriblemente ambiguo, del verbo «hacer». Frankenstein
«hace» un hombre, es decir, lo «fabrica». Y su acto le aterra tanto que cae
en postración y abandona a su suerte al ser innominado. Un ser que no es, ni
mucho menos, básicamente malo; un ser que se aproxima, en sus reacciones
iniciales, a ese «estado de naturaleza» que Rousseau describía; un ser que se
educará un poco al modo de Emilio...y que caerá en la violencia cuando al
abandono de su creador se sume la estupidez de los hombres. Frankenstein es,
pues, el hombre encarado a la llegada de «otro», de una de esas criaturas que,
dice Daniel Hameline, empezamos por «sostener» antes de tener que «cargar con
ellas». «Cargar con ellas» sin saber muy bien qué ha hecho uno y qué puede
hacerse con la criatura; deseando conseguir que «prospere» lo mejor posible,
pero comprendiendo que ese prosperar impondría, sin duda, restricciones
contradictorias con su libertad; unas restricciones que, por lo demás, solemos
ser incapaces de imponerle. Hemos «hecho» un niño y queremos «hacer de él un
hombre libre»
...¡como si eso fuese fácil! Porque,
si se le «hace», no será libre, o al menos no lo será de veras; y, si es libre,
escapará inevitablemente a la voluntad y a las veleidades de fabricación de su
educador. Veamos: ¿por qué el acto del doctor Frankenstein habría de parecernos
un verdadero sacrilegio, si no fuese que afecta lo sagrado, es decir, aquello
que, en nuestro imaginario, constituye uno de esos interrogantes tan potentes
que no se puede intentar darles respuesta sin que se tambaleen nuestras
construcciones conceptuales ordinarias? «Fabricar» un hombre, si pensamos en
ello, es ya tremendo como formulación. Pero«hacer un cuerpo con trozos de
carne», eso ya resulta insoportable. Vulnera la constitución misma de nuestra
humanidad originaria, vulnera aquello que hace que no tengamos derecho a
alienar nuestro propio cuerpo ni a desenterrar un cadáver en un cementerio de
Carpentras, de Toulon o de donde sea. «Fabricar un hombre» es una tarea insensata,
lo sabemos muy bien. Y, sin embargo, es también una tarea cotidiana, la de cada
vez que nos proponemos «construir un
sujeto sumando conocimientos» o «hacer un alumno apilando saberes». «Fabricar
un hombre» es una cosa rara que nos inquieta lo suficiente para que la novela
de Mary Shelley tenga el éxito que tiene. Es algo que nos toca tan de cerca,
algo tan íntimo, que su evocación nos estremece. Porque sabemos perfectamente
que participamos en ese proyecto que, sin embargo, nos da miedo....Y es eso lo que nos desvela el
mito de Frankenstein: nos enfrenta a lo
que podríamos considerar el «núcleo duro» de la aventura educativa; a lo que
está en el corazón de una historia que cada uno de nosotros ha de rehacer por
cuenta propia, sin que la experiencia ajena nos sea, en último término, de gran
utilidad. Tiene que ver con una realidad que está más acá de todo lo que
configura, en un momento dado y en una sociedad dada, las condiciones
particulares del acto educativo: el entor-no familiar y su estructura, el peso
y las funciones de una institución formativa como es la institución escolar,
los proble-mas de los métodos pedagógicos y las cuestiones ideológicas en torno
a las cuales se organiza el debate mediático sobre la educación. No es que
estudiar esas condiciones particulares del acto educativo no tenga interés, ni
mucho menos. Es espe-cialmente importante comprender, por ejemplo, cómo el
acceso a los estudios de cientos de miles de jóvenes que antes que-daban
excluidos de ellos modifica en profundidad el oficio de enseñante. Es esencial
analizar bien las evoluciones de la estructura familiar y observar en qué
medida tenemos ahí un dato básico que nos obliga a pensar de otro modo el
acceso a la palabra en nuestras sociedades. Es decisivo informarse de las
condiciones psicológicas que favorecen tal o cual aprendizaje, con objeto de
construir dispositivos didácticos adaptados. Pero aunque todo eso nos fuese ya
conocido, aunque hubiéramos tomado la medida de todas esas evoluciones y
adquirido todos los conocimientos psicológicos y sociológicos necesarios,
se-guiría habiendo «algo» que entra siempre en juego cada vez que un adulto se
encuentra en la coyuntura de educar; «algo» que nos es desvelado, precisamente,
por el mito por cuanto que «constituye el modelo mismo de la mediación de lo
Eterno en lo temporal» (Durand, 1984, p. 129). Nos encontramos, pues, con que,
sea cual sea mi nivel de información científica, y sean cuales sean las formas
precisas de las situaciones educativas en que estoy inmerso y su aparen-te
facilidad o su dificultad real, sea cual sea el «oficio» de educador que me
esté asignado, tanto si soy enseñante como si soy formador de adultos, animador
sociocultural, tutor, padre, vigilante, responsable de recién nacidos, de
ancianos, de minusválidos o de superdotados, siempre, con independencia de las
circunstancias, he de enfrentarme a la misma realidad irreductible: el cara a
cara con «otro» a quien debo transmitir lo que yo considero necesario para su
supervivencia o para su desarrollo y que se resiste al poder que quiero ejercer
sobre él (Meirieu, 1995); el cara a cara con «alguien» que está, respecto a mí,
en una relación primordial de dependencia inevitable; alguien «que me lo debe
todo» y de quien quiero hacer «algo» pero cuya libertad escapa siempre a mi
voluntad. Y es que todos, en mayor o menor medida, queremos «hacer algo de alguien»
después de haber «hecho alguien de algo». Pero, lo mismo que el doctor
Frankenstein, no siempre entendemos demasiado cómo es que el «algo» y el
«alguien» no son exac-amente lo mismo, e ignoramos muy a menudo que esa
confusión nos condena, pese a toda la buena voluntad que queramos desplegar,
al fracaso, al conflicto, al sufrimiento e incluso, a veces, a la desgracia.
Por eso intentaremos comprender la extraña historia del doctor Frankenstein y
su criatura. Por eso les seguiremos los pasos en busca de identificar, en esa
historia, qué es constitu-tivo de la empresa educativa. Por eso, también,
contemplare-mos, en la historia de las ideas pedagógicas, qué nos proponen los
pedagogos para que el cara a cara no degenere en una pe-sadilla. ¿Es posible
abandonar toda veleidad de «hacer» al otro, y, si es que sí, no se cae entonces
en la impotencia o en el fatalismo? Dicho de otro modo: ¿se puede ser educador
sin ser un Frankenstein? Como se verá, esta pregunta no es ingenua más que en
apariencia, y el médico ginebrino vaga todavía , muy a menudo, por ensueños
pedagógicos de todo orden y en no pocas instituciones educativas, en Ginebra y
en otras partes.
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